Violencia & fotografía. La violencia: este lugar común

Por Claudia Canales


©69107 Conaculta -INAH-SINAFO-FN. Fusilamiento de falsificadores de moneda constitucionalista. 1 de octubre de 1915.Autor no identificado. Fondo: Archivo Casasola.
Hojeo al azar un periódico de fecha reciente. En una de las últimas páginas llama mi atención una secuencia de tres fotografías de Arturo Campos que da cuenta de un episodio ocurrido en una estación ferroviaria de Guadalajara. Un maquinista ha detenido y abandonado el tren para apartar de las vías a un indigente minusválido, que al pareceresperaba izarse con todo y muletas a la máquina cuando ésta se detuviese. No es el del maquinista un gesto solidario o preventivo. Tal como nos muestran las dos primeras imágenes se trata del inicio de una acometida contra esa especie de Quasimodo al que el operario derriba a jalones y, una vez en tierra, inmovilizándolo con el pie, increpa con gestos y manotazos, consciente de la inutilidad del desarmador que el otro intenta esgrimir desde su indefensión. La tercera imagen muestra el desenlace de la historia: cuando el maquinista ha desaparecido de la escena y el tren se ha detenido, el hombre consigue trepar de contrabando a un vagón de carga, ajeno al garabato que dibuja su cuerpo deformado por el peso de la cojera, una vieja mochila y el par de muletas. Un final feliz, después de todo: el desquite de un paria, una forma de justicia donde no hay ninguna otra.
Me pregunto si reparé en las fotos de Campos nada más porque traigo en la cabeza el tema para esta nota. Pronto descubro que mi hallazgo contiene un interesante elemento adicional: al lado de las tres fotografías descritas, dispuestas en una secuencia vertical que abarca casi un cuarto de página, aparece un anuncio ilustrado con la tremenda interpretación goyesca de Saturno devorando a sus hijos. La vecindad de la nota gráfica y la obra de Goya, desde luego aleatoria, coloca lado a lado no sólo dos medios de representación visual —pintura y fotografía— y el asunto que remotamente las enlaza —la violencia—, sino la indiferencia con que podemos ver ambas y dar vuelta a la página sin mayor problema: las dos nos son familiares, la primera por formar parte de nuestro paisaje diario (pobreza, mendicidad, agresión activa o pasiva, abierta o velada) y la segunda por formar parte de nuestro museo imaginario o bagaje cultural. Pero no siempre fue así.
Viendo en el Museo del Prado la pintura negra de Goya, una vez me acerqué sin darme cuenta a una niña como de diez años cuyo padre la había llevado al museo. Frente al personaje de ojos desorbitados que se lleva voraz a la boca un pequeño cuerpo rígido, la niña preguntó por qué ese hombre se comía a ese niño. El padre le contestó que porque era malo y en realidad no era un hombre sino un monstruo, dicho lo cual trató de dirigir su atención hacia otro cuadro, igualmente inquietante, por cierto. La niña, sin embargo, no podía ni quería despegar su mirada de Saturno, oscilante tal vez entre el horror y la fascinación, repitiendo sin saberlo nuestra reacción primigenia ante semejante escena. “Pasado el primer impacto, se acostumbrará”—pensé, acaso para tranquilizarme a mí misma—,“igual que nos acostumbramos todos nosotros a ver miles de san sebastianes asaeteados, sabinas ferozmente raptadas, y salomés con la cabeza recién cercenada del Bautista.” Extrañamente, al cabo de siglos de contemplar impávidos o extáticos esas obras de arte y muchas otras de cruentas batallas, el advenimiento de la fotografía implicó un estremecimiento. No era lo mismo mirar recreaciones imaginarias de leyendas mitológicas o guerras remotas, que asomarse a esa realidad cruda y dura que sin mediación alguna parecían ofrecer las imágenes fotográficas.
A juzgar por ciertos testimonios la reacción del público fue similar a la de la niña en el Prado: un querer y no querer ver, rechazo y deseo, el encuentro perturbador con una emoción insondable y sin nombre. Así, cuando en 1855 se publicaron en el London Times las primeras fotografías de la guerra de Crimea, el editor prevenía a los lectores ante su posible desencanto, pues las tomas captadas por el corresponsal gráfico Roger Fenton, con muchas limitaciones técnicas y logísticas, seguramente no correspondían a la avidez del público de ver una guerra “de verdad”. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que la tecnología fotográfica satisficiera esa exigencia (pensemos, por ejemplo, en las imágenes captadas en pleno fusilamiento durante la Revolución Mexicana) y la proyectara en todas direcciones, incluyendo las muchas otras formas de violencia inherentes a la expansión capitalista, o bien, ¿cómo no nombrarlo?, al propio acervo instintivo del hombre.
Digamos que a partir de los años veinte-treinta del siglo pasado no nada más se podía verlo todo: había que verlo todo. Tal era el imperativo de esa civilización de entreguerras que trajo consigo tanto el ojo emblemático de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929) en un acto simbólico de violencia extrema hacia la mirada y los provocativos fotomontajes vanguardistas contra el ascenso del fascismo, como las primeras grandes revistas ilustradas en cuyas páginas convivieron codo con codo fotografías de moda, de deportes, de vida animal, de las víctimas de la mafia durante la Prohibición, de cuerpos exangües de piel oscura tras un linchamiento, de las infames condiciones de vida en alguna aldea africana… Aún faltaba lo peor (Stalingrado, Auschwitz, Hiroshima), pero pasada la Segunda Guerra Mundial en el imaginario occidental la guerra de las armas empezó a perder el monopolio de la violencia por antonomasia y la cultura de masas, pronto nutrida de televisión, estaba ya bien familiarizada con Saturno. Que la violencia como expresión creativa llegara al arte, específicamente al arte fotográfico, fue sólo cuestión de tiempo.
Ahora bien, ¿cómo incide en una sociedad la divulgación gráfica de toda clase de conductas violentas e incluso su recreación performática en diversas expresiones artísticas que se valen de la fotografía?, ¿se trata de una manera de hacernos conscientes de una realidad que preferiríamos ignorar, o el efecto es justamente el contrario, a saber, aterrorizarnos (o fascinarnos: otra forma de parálisis) ante los efectos para impedir que indaguemos las causas? Resulta imposible dar respuesta a estas preguntas de manera general, sin contextualizarlas dentro de un tiempo histórico y un lugar geográfico. Sin embargo, por lo que hace a los nuestros, es decir, a México en este primer trecho del siglo XXI, vale le pena ensayar una actitud capaz de sobreponerse al mero horror de las imágenes, con el fin de analizar y atacar las causas que han convertido al país en una pintura negra de Goya. De lo contrario, todos nos convertiremos un poco en Saturno.

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