RETRATOS DE ALMAS DOLIDAS

Por Ana Luisa Anza
Llegó a Tenosique porque sabía que ahí habitaba la violencia. Su experiencia siguiendo a los migrantes lo guió a una zona dura de frontera, un páramo desprovisto de consuelo a 60 kilómetros de la línea con Guatemala. Y se prometió ir a verlo y documentarlo, no sólo para retratar lo más profundo del dolor que hemos visto en otras historias, sino para encontrar los resquicios de esperanza en condiciones ínfimas de sobrevivencia.
Esta vez no iba de paso. Esta vez no rondaría los albergues, ni seguiría los trenes, ni contemplaría de lejos el ir y venir de figuras humanas. Esta vez quería tocar su humanidad, abrazar sus vidas, ser parte para comprender. Necesitaba sentir lo mismo que los cientos de centroamericanos expulsados por la violencia o la pobreza en sus lugares de origen y entender cómo viven ese rito de pasaje. Así que, en lugar de sólo ir a tomar fotos, se quedó como si fuera uno más. Y uno más fue… luego de ser aceptado tras una recepción llena de las sensaciones que resume en una frase: “Me recibieron con las bocas llenas de balas, el alma dolida y mucha tristeza”.
Transitó por la nostalgia de quienes tenían un hogar o un trabajo aunado a la obligación de pagar impuestos a las maras o a la misma policía; repasó las palabras de esos, “los crueles”, quienes dominaban sus movimientos y su vida cotidiana en sus sitios de origen; conoció también a aquéllos que permanecían ahí, considerando que sólo estaban de paso hacia esa nebulosa concepción de lo que llamamos el “sueño americano”. De alguna u otra manera, un resumen de la expulsión de quienes ayer eran individuos, Juan o Pedro o Clara o Susana o Gustavo o Sandra, y que hoy, en la confusión del viaje y la existencia atemporal de un pretendido refugio, son conocidos tan anónimamente como “un grupo de migrantes”.
Joaquín supo que convivir con ellos, aguantando el miedo inicial, sería la única forma de adentrarse en un mundo que generalmente se toca con pinceladas. Así que llegó a “La 72”, un albergue al que habría de volver al menos cinco veces, con estancias de hasta 20 días. Las miradas de duda —quizá desconfianza— en algunos, se transformaron pronto.
Otros lo acogieron y lo invitaron a su trajín cotidiano: hacer la limpieza, ordenar, cocinar, pero también jugar a las cartas, al futbol y al básquetbol y, ¿por qué no?, darle una pasada al espacio adaptado como peluquería. Pero dentro de ese día a día, conoció de las heridas de esa guerra insensata del desarraigo.
Como la historia de Mito, quien huyó con toda su familia extendida de una Honduras que había dejado muertos a dos sus hermanos y cuyo único deseo era paz para su familia, así tuviera que dejar atrás su propio negocio de comidas y su hogar. No, Mito no sabía que su piel chocolate habría de hacerlo blanco del racismo, que los trabajos encontrados bajo el sol ardiente serían apenas para pasar la vida y que tendría que esperar casi un año por los papeles que le permitieran salir de Tenosique para buscar la residencia legal en México.
Dentro de esos espacios —como vacíos invisibles en una nación que ni los concibe— sintió el dolor  de conocer el abuso al que son sometidos los transexuales por parte de supuestos narcos o de cualquier “malvado” que sintiera su fragilidad. Ahí estaba también quien se prostituía para aliviar su economía, incluso haciendo películas porno, un evangelista que hablaba constantemente de dios, un dios que llegaría a salvarlos, a darles una vida mejor. Pero mientras… Joaquín escuchó sus historias, sus deliberaciones sobre acciones que habrían de determinar su futuro, los fragmentos del pasado al que miraban con nostalgia: “Las memorias se convierten en rostros mirando hacia el pasado”, resume.
Nadie sale bien librado —o sin heridas de guerra— de sentir en propia piel las inclemencias del limbo geográfico, el hueco de haber dejado una vida, el espanto de enfrentarse todos los días —sí, todos los días— a lo que un destino inmanejable les depara. Joaquín tampoco. ¿Cuántas jornadas pasó sin poder alzar la cámara? ¿Cuántas veces se quedó atrapado en el pesar? Por eso había que volver y estar. Volver y estar. Era la única forma de mostrarle al mundo.
Joaquín llegó a Tenosique porque sabía que ahí habitaba la violencia. Y sí, estaba ahí, latente, cercana, palpable, como el miedo, la angustia, la decepción. Tomó la cámara y retrató los sentimientos, los claroscuros de ese mundo que alguna vez tuvo temor de conocer pero que hoy nos permite ver —no sin sentir la tristeza de las miradas— a esos seres invisibles, habitantes de territorios pretendidamente inexistentes donde se acumula el sufrimiento. Y en sus ojos; sin embargo, se atisba el brillo de una promesa.
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