Malverde


Élmer Mendoza*

Todos saben por qué los relojes dejaron de venderse. Incluso los de titanio, acero y oro, que en una época dictaron la moda, envejecieron en los escaparates víctimas del polvo y la indiferencia. El más decente relojero de la ciudad, que sólo ofrecía relojes baratos, tenía dos hijos adolescentes en secundaria y una mujer que había perdido su empleo, mal lo soportaba. Transcurrían los días y nadie se acercaba a su pequeño negocio. Nadie tampoco, le encargaba joyas estrambóticas, esclavas con nombres en diamantes o cachas de pistolas con hojas de cannabis. ¿Qué le pasaba a la ciudad, por qué se desplomaba? Alguien debía cambiarla, no podían seguir así. El Mercadito moría sin remedio. Entonces lo decidió. Empacó el mejor reloj que poseía y se fue con Malverde. Ánima bendita, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.

Un taxi destartalado lo depositó frente a la capilla colmada de adeptos en jolgorio. Una joven hermosa le rogaba encarecidamente que su novio, que se hallaba en el otro lado, no regresara: se había enamorado de un cohetero que la abrazaba, la excitaba y le ponía el mundo a sus pies: Tons qué mija, ¿se hace la machaca? ¿Qué significa mija? El relojero pasó entre ellos: con permisito con permisito, la multitud lo quería saludar o tocar pero él fue directo con el busto del bandido generoso y le musitó al oído. Doce minutos. Entendió que debía dejar el reloj entre los ramos de flores y los cientos de veladoras encendidas y así lo hizo. Lo extrajo de la bolsa del súper, lo abrazó y lo limpió con su pañuelo antes de colgarlo detrás del busto. Fue cuando advirtió que los números flotaban en la carátula yendo de un lado a otro trazando elipses, giros y cabriolas, induciendo la posibilidad de leer horas completamente desconocidas, y que nada tenían que ver con la luz, la oscuridad o el giro de la tierra. Son las 156 con 87 minutos. Las 180 y media. Falta un cuarto para las 203. Pronto se percató que igual oscurecía o aclaraba con rapidez. Creyó alucinar. Dejó caer el reloj, una pieza de pared con vivos amarillos, que flotó suavemente frente a las placas de agradecimiento y los exvotos: grasias Malverde por el favor resivido. De San Bernardino a Badiraguato, Sinaloa. Roy Samora. Se refugió en la tienda de souvenirs, compró un escapulario, lo besó, bebió una cerveza Malverde pero el terror lo venció. Graciaz Malverde por alibiarme de mi mal y salvarme esa noche del peligro. JC y familia de Michoacan. No obstante cerrar los ojos y frotárselos, avistaba todos los letreros y fotos de sanados; los abrió y el reloj se desplazaba dueño absoluto del espacio y el tiempo, y el busto milagroso se saturaba de sarro y lo acicalaban y muchas veces contempló como lo retocaban y le repintaban el bigote.

Vio al Cucuyachi Rodríguez y a su lugarteniente, dar gracias por el gran negocio que era la famosa guerra contra el narco. Fue testigo de cómo Alexandrinha Guzmán encontró al amor de su vida y bailó y bailó hasta que reconoció que había mejores cosas qué hacer en otro sitio. Observó a la madre de Pedro Infante rogar para que le naciera un hijo guapo, virtuoso y simpático que se pareciera un poco a él. Reconoció a Jimmy Page, con la lira colgada, dispuesto de dejarse caer una rolita por el milagro recibido. Se impresionó con Stomp tocando el corrido de Malverde como si fueran Los tigres del norte. Quiso comprar pomada Malverde contra el dolor pero Carles Eslim se la había llevado toda, dizque le dolía la espalda de tantas felicitaciones y la mano porque no paraba de firmar autógrafos. Reparó en el reloj que recorría tranquilamente la capilla deteniendo la tarde por 19 horas y 26 minutos. Después giró como loco y los rostros de los presentes vibraban, quedaban en los huesos y luego normales nuevamente, varias veces hasta el extravío. En un rincón, la virgen de Guadalupe no quería recibir a nadie, se sentía cómplice.

No supo cómo abandonó el lugar. Lo último que avistó fue al reloj de vivos amarillos en pleno vuelo con rumbo desconocido. Salió a una calle plana y mullida, profiláctica. Taxi, gritó, se detuvieron un auto flotante y un remís con caballos rojos. Boquiabierto, reflexionó un instante y eligió el auto. Los caballos piafaban. Al Mercadito, por favor, fue una estupidez venir aquí. Tele encendida, música fusión, GPS, comodidad extrema. Por las ventanillas percibió una ciudad desconocida, atestada de rascacielos cristalinos y jardines colgantes, con autos voladores circulando y cúpulas doradas. ¿Dónde estamos? Buscó al chofer pero el auto se conducía solo. Calle Javier Hinojosa con Pedro Valtierra, recitó una voz suave, asexuada. ¿Sabe llegar al Mercadito? Por supuesto, aún así no se serenó. ¿En qué año estamos? En. Trash, un individuo de rostro curtido abrió la portezuela con violencia. Mantén las manos donde las vea, vejete, se sentó a su lado y lo amenazó con un arma plateada. Quiero tus relojes, desgraciado, ¿Mis relojes? No te hagas el desentendido, maldito acaparador, tus relojes o hasta aquí llegas. Pero es que. Calla imbécil. El relojero entregó su reloj pulsera, una antigualla sin valor y el bandido desapareció. Perdón, manifestó la voz, no hemos podido erradicar ese mal. ¿Quién es? Jesús Malverde, roba a los ricos para ayudar a los pobres. ¿Era posible? Bonito auxilio había conseguido. Su residencia, señor, anunció la voz; al lado se alzaba una mansión enorme por la que no pasaba el tiempo. Me confunde, esta no es mi casa, yo vivo en el Mercadito. Claro que es, usted es el amo del tiempo y hasta los operadores de taxis lo conocemos; pasaré a cobrar después, no se preocupe. Extasiado. En la puerta lo esperaban dos hijos y una mujer que jamás había visto; pero al reloj de vivos amarillos que presidía la fachada, sí; por cierto lucía esplendente y con los números en su sitio. Se aproximó cuidadosamente a la mujer pero se detuvo antes de abrazarla. ¿Y esa sonrisa? Se volvió a la calle, a la ciudad, al cielo y a sí mismo; un reflejo lo hizo comprender: todo era una fotografía, una fotografía extraordinaria. Menos el reloj.

*Escritor. Miembro de El colegio de Sinaloa.

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