LA FOTOGRAFÍA: EL OFICIO QUE EMBRUJÓ A PEDRO VALTIERRA

Por Pedro Valtierra
No recuerdo con exactitud cuándo tomé por primera vez una cámara fotográfica. Creo que fue por allá en 1970 cuando un vecino, don Fernando, no supo tomar las fotos de los quinceaños de mi hermana Irene, quien subía y bajaba de una silla destartalada en el pasillo de la vecindad donde vivíamos en la Colonia Pino Suárez en la Ciudad de México. “Voltea para acá, acomódate aquí, arréglate aquí…», decía mientras se movía de un lado para el otro dando instrucciones a su modelo.
Pasaron los días y los meses y don Fernando nunca le entregó las fotos a mi madre. Disfruté aquel espectáculo de nuestro vecino por la gracia y tono que usaba. Y a partir de esa experiencia me nació la idea de tener una cámara propia en la casa y así poder retratar a mis 8 hermanos (después nacieron 3 más). En la calle Martí en Tacubaya, muy cerca del cine Cartagena, compré una Instamatic. Así me convertí en el fotógrafo de mi familia y de los amigos que jugábamos fútbol. Esas primeras fotos las conservo aún en mi archivo.
Pero, en realidad, cuando todo cambió para mí fue el día en que conocí el laboratorio de fotografía en la residencia oficial de Los Pinos en 1971. A media mañana entré al laboratorio, ubicado en la azotea. Encandilado, apenas veía dos sombras que se dibujaban: se movían con ritmo y armonía, uno imprimiendo y el otro revelando en una charola repleta las fotos.
Poco a poco la tenue luz de unas lámparas me permitieron ver los detalles y me acerqué a la tarja donde Leopoldo Morales y Librado Gordoa, laboratoristas, trabajaban a toda velocidad. Lo hacían con precisión. Me acerqué con cuidado vi muy sorprendido cómo iba a apareciendo la imagen sobre el papel, las personas se iban aclarando, como si estuvieran saliendo de una ventana. Me pareció cosa de brujería o como su estuviera soñando. No daba crédito a lo que veía. Tenía 16 años y no comprendía la química. Esa escena la tengo en mi memoria como si estuviera ocurriendo hoy.
Desde ese día en 1971 sigo aquí con mis fotos, resultado de ese embrujo que me involucró con una pasión por lo cotidiano.
Ya adentrado de lleno en el oficio en 1975, he vivido fotografiando la vida social, política y cultural de México y otras partes del mundo, siempre con la idea de ser los ojos de los demás y de encuadrar los temas para trasmitir de manera clara lo que estoy retratando, lo que veo, lo que esta pasando frente a mi cámara… Lo hago siempre con pasión y con esa búsqueda de no perder jamás la capacidad de sorpresa.
Cargo con mi cámara para donde voy y me fascina caminar, ir por el campo y por la ciudad, mirando la luz y las sombras.Hay escenas que casi me hacen llorar porque siento que, de plano, no podré capturar el momento, como me ocurre con cierta frecuencia en mi tierra: la luz de esta región del país, particularmente en invierno, va de la pasividad a la agresividad. Me siento agradecido de poder observarla aunque no pueda retratarla como quisiera.
He realizado muchos viajes y andado miles de kilómetros siempre con la cámara lista, esperando a que lleguen las fotos desde Nicaragua, Chiapas, Xochimilco, Milpa Alta, Río Suchiate, la sierra tarahumara, o el Petén, en Guatemala. Han sido cientos de caminos y veredas mirando, hurgando, escudriñando y en alerta para que no se vaya la foto.
Nosotros, los fotógrafos periodistas o documentalistas, debemos buscar siempre los mejores escenarios con el tiempo encima, arreglar la composición en las condiciones adversas. Al final, sabemos que esa es una lucha eterna de los periodistas: observar los espacios y, en un santiamén, ordenar el contenido de la foto, lo que debe salir siempre pensando en los lectores.
Aunque los periodistas tenemos claro que la razón principal de nuestro trabajo es publicarlo en la página del periódico, de la revista o de los medios digitales, sabemos que si la foto tiene calidad, tanto estética como informativa, podrá sobrevivir y circular en otros espacios.
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