LA FLOR VEINTE

La fotografía siempre estuvo presente en la familia de Jorge del Río como una herramienta para conservar las memorias… para retratar los momentos importantes: reuniones, días especiales o viajes… cuyas imágenes luego se quedaban atesoradas en las páginas de los álbumes familiares.
«Así fue como comencé a asociar a la fotografía con momentos de libertad, con instantes que se quedaban muy marcados en mí, pero, sobre todo, fue un acercamiento a otras personas y perspectivas», comenta el fotógrafo en entrevista con Cuartoscuro.
Jorge comenzó a tomar fotografías usando la cámara análoga de su padre y, poco a poco, el viaje y el documentar se convirtieron en dos conceptos hermanados, inseparables. Así, la fotografía pasó de ser una herramienta de la memoria a una manera de ver, conocer, descubrir y narrar el mundo.
En uno de varios viajes por nuestro país, en la búsqueda de retratar «lo mexicano», conoció a Manuel Antonio, un señor que estaba parado observando su cultivo en el pueblo de Yohualichan, Puebla. «¿Puedo tomarle una fotografía?», le preguntó. Y aquella petición que pudo haberse quedado en la superficialidad dio paso a una charla íntima de la que, poco después, nació una amistad.
Jorge pasó dos meses y pico yendo y viniendo. Vuelta y vuelta. Hasta que sus fotografías, más allá de capturar el trabajo que conlleva cultivar y cosechar la flor del cempasúchil, lograron reflejar el retrato de cómo se palpa la muerte y la vida en la cotidianidad en México.
«Lo primero que hice fue querer entender y escuchar a Manuel Antonio y su relación con el cempasúchil. Comprender mucho de lo que significa para él la flor y su trabajo, tratar de ponerme en sus zapatos. Las primeras veces que fui con él y lo observaba trabajar, casi no sacaba fotografías. La mayoría eran análogas para no conocer el resultado de inmediato, y más bien tener presente mi relación con él. Poco a poco fui sacando más y más fotografías, hasta que se volvió natural que hubiera una cámara cuando estábamos juntos», cuenta.
Para Jorge, las distancias son ilusorias cuando entendemos un poco más la historia del otro y en sus fotos, a final de cuentas, se cuenta una historia de amor entre Manuel Antonio y sus familiares: amor por el trabajo que les enseñaron sus ancestros, por su oficio. Amor por sus seres queridos que, quizá, ya no están y entonces los rituales, adornos y silencios se convierten en vehículos para hacerles llegar ese cariño.
«En lo personal, cuando vi la cara de Manuel Antonio al cortar la flor y decorar las tumbas de sus familiares, fueron momentos que reunían tristeza y alegría, que estaban cargados de vida. Mi anhelo es poder mostrar un poco de todo eso».
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Por Jorge del Río
José Martí dijo que toda la gloría cabía dentro de un grano de maíz. Sabía muy bien todo
lo que implica un cultivo. Tanta historia y tanta vida y tanto tiempo. Yo entendí lo que
significaba el cempasúchil, en un cruce de caminos, cuando conocí a Manuel Antonio,
mientras él estaba parado justamente entre las flores y el cielo. Allá detrás, en lontananza, se alcanzaba a mirar la sierra hacia Veracruz. Después lo vi pasar tres noches en vela, cerca del día de Todos Santos, para cuidar que no le robaran lo que había sembrado y cuidado durante meses. La flor para ofrendar a los muertos.
Se sabe que el mexicano tiene una relación única con la muerte, y que lo manifiesta de
manera muy especial durante el Día de Muertos, adornando altares, componiendo rimas,
decorando el camino con pétalos amarillos para las ánimas. Muchos de los símbolos que hoy en día conforman la celebración del primero y segundo de noviembre, y que han
resaltado la identidad mexicana en un sincretismo prehispánico-cristiano, llevan detrás la
historia de gente como Manuel Antonio. Personas cuya relación con las tradiciones (y la
muerte) va más allá de una fecha en particular, de un evento en específico, y más bien “la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella…”.
Disparó tres veces y se fue a esconder entre las sombras de la luna. “Voy a aventar los cuetes para que no se acerquen. Así ya saben que yo ando aquí cuidando.”, dijo Manuel. Después del disparo, la policía rondó un par de veces alumbrando el campo. Manuel no se alcanzaba a ver porque se había sentado entre los tallos altos del cempasúchil, “uno debe de tener sus mañas. La gente aquí es muy envidiosa”.
Hace dos años, mientras dormía, escuchó el sonido de los machetes que cortaban su cultivo. Cuando llegó, ya se habían llevado una buena parte. A partir de ese suceso, pasa las tres noches previas al corte de la flor, vigilando.
El 31 de octubre de este año, lo acompañé a decorar las cruces de sus difuntos con la flor
del cempasúchil. Me pidió que le leyera las fechas en las que habían muerto sus parientes
para sacar las cuentas, “¿ésta hace cuánto fue?” 33 años, 17 años… de su madre y de su
hijo. Manuel tiene sesenta y ocho años, y trabaja chapeando terrenos, y creciendo la flor
naranja para adornar con soles los altares del Día de Muertos. Un poco más de un mes de trabajo (35 días aproximadamente), de limpiar con el filo de machete una hectárea, son tres mil seiscientos pesos.
A Manuel Antonio su padre le enseñó a cultivar la flor. El 27 de octubre Manuel contrató a diez personas para que le ayudaran a cortar el cempasúchil que había sembrado. Llegaron a las seis de la mañana y terminaron a las cinco de la tarde, querían evitar la lluvia que puede perjudicar la cosecha. Cada uno cobró $120 pesos por la jornada de trabajo. Entre ellos estaba José Santiago, de 83 años de edad, que también es violinista y también trabaja chapeando terrenos. El tallo se corta usando la uña del pulgar, y las flores se van apilando en costales que después se guardan para vender entre $50 y $200 pesos.
“Creo que ese día estaba de malas”, me dice Manuel Antonio mientras se arremanga el
pantalón para enseñarme una cicatriz en el muslo. Estamos dentro de su casa, cerca del
altar donde están las ofrendas para su esposa, su hijo y su madre. Hay siempre una veladora prendida. Me explica que mientras chapeaba en un campo de mandarinas se cayó y se clavó le punta del machete. Se amarró un paliacate y se fue caminando a su casa donde lo encontró su hija que le lavó la herida con agua muy caliente. “Yo nunca voy a hospitales o a las clínicas. ¿Por qué? No lo sé”. Se untó gel para peinar durante tres días, había escuchado ese remedio en un programa de radio. Después de veinte días de reposo, regresó a chapear al campo.
Cuando le pregunté a Manuel porqué la flor del cempasúchil, me contestó que así lo había
aprendido, que así los abuelitos. Cada año siembra los días primero y segundo de julio, y se está meses chapeando el campo de hierba mala, cruzando bambúes para amarrar los tallos, cuidando que cuando florezcan, se pinte todo aquello de amarillo y naranja. Cuando lo vi cortar y llevar las flores a sus difuntos supe que así los abuelitos. Que así como él, habían tendido los caminos y las cruces sobre los pasillos y las entradas, para acortar los extremos entre la vida y la muerte. Para acariciarla, para tocarla, para sentirla. Para celebrarla. La flor veinte. La flor en donde cabe toda una vida.
 

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