EL INFINITO EN EL LOMO DE LA TIERRA

Por Guadalupe Dávalos /Fotos de Sylvia Alonso, Lilette Aguirre y Seila Montes

Para quien ha escuchado el ruido de un tambor de piel de cabra durante tres días con sus noches, no hay lugares comunes. Es casi una correría de avispas que provoca que las venas se dilaten y los pies se muevan en redondel: que se marque el infinito en el lomo de la Tierra, y los hombres y mujeres de las zonas serranas de la Sierra Madre Occidental acudan a bendecir las cosechas para un buen ciclo agrícola, y baje la lluvia fresca que es pintada en la piel, y se apaguen las ansias con el tesgüino, bebida preparada con cebada y maíz, brebaje de ancestros machada en piedra, la que se fermenta y es colada en cesta. Para quien haya visto o no, para quien haya oído o no, es esta serie fotográfica.
Tres artistas de la lente, mujeres que tienen en común haber avistado a vuelo de pájaro –con sus cámaras fotográficas– la sencillez, la bondad y los ritos del pueblo rarámuri: Sylvia Alonso, Lilette Aguirre y Seila Montes.

SYLVIA ALONSO retrata la fiesta más conocida, la que se celebra en Semana Santa en Norogachi, municipio de Guachochi, Chihuahua. Capta la fogata en el Cerro de la Cruz, que es replicada a los cuatro pun­tos cardinales en cerritos vecinos. Con ramas de pirú encendidas se ofrenda al sol; onóruame, se inicia la jornada en la que doce comunidades participan marcando el ritmo, izando sus banderas, recibiendo las órdenes del fiestero –en este caso fiestera–, quien porta la bandera más grande, es el alapérisi (abande­ rado) a quien se le da el mando. Entrando a terrenos de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar y, ocupando el atrio, van danzando los integrantes de comunida­des hasta que se fabrica el “muñeco” el sábado, un Judas blanco, tiznado de cal como los tarahumaras pintos, que también son danzantes, sólo que éste representa el mal que ha de irse, es el Judas que será perseguido por horas enteras por el verdugo del bien, y ambos, que han sido pintados en horas noc­turnas con tierras raras, piedras calizas derretidas, ceniza y barro, representan los motivos rituales más destacados, tanto como la Virgen María vestida a la usanza rarámuri y el Cristo, que de igual manera, encabezan las procesiones anuales.

Los hombres pájaro, cuyos tocados hechos con plumas de guajolote que les permiten transfigurar­ se tienen la función de “policías” o guardianes, o ir de un lado a otro sin el batir de alas, acuden al ser­ vicio religioso armados con la pistola propia de su cargo; los que tienen, otros no. Pero dominan la música, la danza, la sonrisa. Acompañan a las mujeres del coro otros hombres con aperos de labranza, quienes durante esta fiesta honran al Santísimo, lo mismo que al sol que los vio nacer.

Y si bien los rarámuri se libraron de ser evangeli­zados a principios del siglo xvii, la insistencia espa­ñola, la colonización y esclavitud a la que fueron sometidos en las minas, apaciguó el recio carácter de los hombres de pies ligeros, adoctrinados luego por jesuitas y actualmente por las monjas de los al­bergues que reciben a niños y niñas en el transcurso de la semana y que, con cantos y alabanzas, pasan el día a día. Mientras, en las comunidades los padres jornaleros salen a sembrar en terrenos agrestes y las mujeres se dedican a las labores como el cuidado de animales domésticos y ganado menor, y a preparar los alimentos a base de maíz, su principal despensa y sustento.
De la cuna, y apenas crecen un poco, algunos niños y niñas rarámuri son recibidos en los albergues insta­ lados cerca de las comunidades. Sean estos organi­zados por autoridades municipales o por congrega­ciones religiosas, los infantes se quedan en custodia, ya que los padres no alcanzarían a llevarlos diaria­ mente a la escuela por lo alejado de las casas que se extienden a lo largo y ancho de la sierra y, sobre todo, por lo intrincado del terreno en la zona serrana.

De LILETTE AGUIRRE, quien trabaja para Global Press Journal, es la serie La vida en el internado y sus imá­genes pertenecen al primer archivo fotográfico que hizo en 2016, también en Norogachi.
“Estos internados están a cargo de la congrega­ción de las siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los pobres. Los niños rarámuri que viven en estos internados están en una constante transformación desde el momento en que llegan hasta el último día que viven en el internado.
“Su forma de vestir, su religiosidad, su manera de hablar y de desenvolverse en la vida cotidiana son elementos cargados de sincretismo”, comenta Lillete.

Son sus imágenes un caleidoscopio de colores, las niñas y niños asean sus dormitorios, limpian la es­ cuela, atienden labores personales en cada albergue de los muchos que están esparcidos por toda la zona, tienen líderes que se atreven a ser “regañadas” pero, sin importar eso, hacen uso de la pileta para marcar el liderazgo, siempre propio de las especies y de las distintas etnias; el tono naranja de las faldillas pare­ ce que es sinónimo de uniforme o color del albergue.
En las sierras está la mujer, guía y salvaguarda de la tierra, preservadora de las tradiciones. La encontramos participando lo mismo en una danza ritual que dura hasta el amanecer, que al borde de los ríos y cañadas, con ese espíritu de autosuficien­cia y misticismo rarámuri. Lo mismo dirigen el coro, que fabrican el tesgüino, y cosen las faldas de respeto que portan una sobre otra, para mitigar el frío. Bailan como una forma de oración toda vez que se dispersan a sus comunidades al término de la Semana Santa y, ya que fue eliminado el Judas por los pascoleros, comienza en las comunidades la verdadera fiesta rarámuri con la que se termina un ciclo agrícola e inicia otro. Estas fiestas pueden durar hasta dos semanas, las mujeres con sus ves­timentas de fiesta bailan hasta el anochecer, sus rostros reflejan los tonos de las fogatas pero también el cansancio, mujeres corredoras que lo mismo van a los maratones a España, que andan en tenis porque las labores no esperan y se han acostumbrado a ser, como sus hombres, corredoras de resistencia: rara significa pie, y muri, correr, y no dilatan en este empeño.

SEILA MONTES es sensible al mundo casi surrealista de las mujeres de esta etnia, se traslada a pueblos que podrían decirse que no existen, pero que geo­gráficamente se pueden localizar en los últimos lu­gares por número de habitantes. En La Turbina, perteneciente al municipio de Casas Grandes, logra captar la imagen de una mujer que parece irse dete­riorando como si la edad de Argelia, quien limpia frijol, pareciera desdibujarse entre los tonos ocres y sepias, en este pueblo de apenas unos pocos habitantes que es, a simple vista, el lugar donde la belle­za es ceniza.

No todos los niños acuden a los albergues, o al­gunos no alcanzan lugar en los mismos, sus padres no corren con suerte y también tienen que dejar que sus hijas realicen labores para poder ir a una escue­la, quedándose algunas de ellas como Matilda en casa ajena, a ayudar a cambio de comida y un techo donde dormir, para poder acudir a una escuela.
Una festividad relacionada directamente con el ciclo agrícola y la fertilidad de la tierra y de las mu­jeres es el Yumare, que conjuga cantos, bailes y or­namentos, fiesta que dura tres días con sus noches y en los que directamente la mujeres se regocijan y nutren su espíritu de valor para el inicio del nuevo ciclo agrícola, piden la lluvia para estas tierras de temporal; enredados los ropajes en el cuerpo de las mujeres surge un vendaval como si la danza en círculos batiera las aspas de los faldones de niñas y mujeres bailadoras.
Con estas miradas sugestivas a través de las lentes de Lilette Aguirre, Seila Montes y Sylvia Alonso, el acercamiento a la etnia rarámuri se refresca en la memoria colectiva en esa patria que construyen co­rriendo, sembrando y preservando sus rituales an­cestrales.
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