El gran voyeur Carlos Monsiváis

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© Saúl López/CUARTOSCURO.COM
Primero una imagen, después, todo lo demás
Arturo Jiménez
Las imágenes, lo visual, estimado Carlos, fueron esenciales en tu vida de 72 años. Algo fundamental, insustituible, un punto de arranque y de llegada. A partir de la seducción que una imagen o un conjunto de imágenes podían causar en ti —el gran voyeur de tu tiempo—, muchas ideas tenían la posibilidad de desatarse en tu devenir de documentador del mundo. Y por tu conducto, de desatarse también en quienes, de algún modo, se vinculaban a tu agitada vida intelectual. Primero una imagen, y después, todo lo demás: reflexiones sobre historia mexicana o mundial, arte, literatura, política, sociedad, medios de comunicación, culturas.
Fuera la monumental escultura de la Coatlicue, una ilustración de la Crónica de Michoacán, un óleo virreinal de José Vivar, los personajes decimonónicos de Claudio Linati, una litografía de Pedro Gualdi, un grabado de Posada, un mural de Orozco, un exvoto de la Guadalupana, un tomo de la primera edición de la Historia ilustrada de la moral sexual de Eduard Fuchs, un cómic de Gabriel Vargas, una caricatura de Freyre, Quezada o Naranjo, una foto tomada por Manuel Álvarez Bravo, Nacho López o Héctor García, una foto de Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz o Dolores del Río, una película con María Félix o Pedro Infante, un cartel, una postal, una maqueta, una miniatura en hueso, un muñeco de plástico enmascarado. Cualquiera de esas imágenes o imágenes-objeto eran para ti una ventana a nuevas revelaciones.
Cuando ibas a chacharear, Monsiváis —acompañado por ejemplo de otro gran coleccionista de imágenes que es Rafael Barajas, El Fisgón—, querías comprar muchas cosas y estirabas tu presupuesto mediante el regateo o el falso desinterés hacia la pieza deseada. Pero tu coleccionismo no era para apoderarte de los objetos de manera egoísta, para esconderlos y acumularlos, sino para sacarles sus viejos y nuevos jugos visuales y dárselos a beber a los ojos de quienes te leyeran o te escucharan.
Muchas de tus imágenes e imágenes-objeto las atesorabas en tu casa de la colonia Portales y también en el Museo del Estanquillo, éste con un acervo de unas 15 mil piezas. Fuiste un coleccionista que veía al mundo en cada uno de sus objetos, los cuales desprendías del disparatado curso de la historia, como dice José María Pérez Gay que dice Walter Benjamin de los coleccionistas.
En esa constelación de lo visual las fotos ocupaban un lugar destacado, tanto que llegaste a reunir más de 10 mil, con las que muchos quieren crear una fototeca con tu nombre. Entendías que las fotos fijas estaban más bien en reposo (si no es que expectantes), nunca inanimadas ni petrificadas.
Y en ciertos casos, preferías las fotos que anteponían una visión crítica a la «belleza», pues rechazabas el exotismo y la neutralización del mundo, la folclorización y la aproximación parcial. En ese aspecto estabas más del lado de Álvarez Bravo que de Gabriel Figueroa, aunque a éste le asignabas valores en la creación de mitos.
Las fotos de tu interés estaban listas para ser descifradas, para que les extrajeras lo que muchos no podían ver en ellas, unas veces por el agazapamiento de sus secretos, otras porque tu poder de interpretación era tal que te aventurabas hasta los territorios de la invención, la ficción, con lo cual ibas más allá de la imagen misma. Gracias a ese procedimiento, muchas de las millones de imágenes que escudriñaste a lo largo de los años adquirían nuevos significados y se redimensionaban en los ojos de los otros, de quienes querían ver a través de tu mirada.
Tan importante era lo visual para ti, Carlos, que publicaste libros como Imágenes de la tradición viva (FCE), obra monumental en la que aparecen ejemplos de tus iconografías y en cuyas casi 800 páginas queda en claro tu pasión por mirar. Son imágenes desde Tonantzin-Guadalupe hasta la tormentosa delicia del fútbol mexicano, pasando por el arte de Mesoamérica, la Colonia, la Independencia, la Reforma liberal, el Porfiriato, la Revolución, el muralismo, el cine, la televisión, el espectáculo.
Ahí recuerdas, a la manera de Eric Hobsbawm, que la tradición se inventa (y reinventa), que se despliega, transforma, anquilosa o desaparece —en el imaginario colectivo y en la práctica social—, gracias a los cambios históricos y de mentalidades. El volumen abre con la caricatura Se retratan mitos, de Ulises Culebro, título de poder sintético y en la que apareces, Monsiváis, con una vieja cámara de tripié, de la que cuelgan fotos de María Félix, El Santo, la Guadalupana y El Indio Fernández.
Tú sabías que no todas las imágenes viven en un cuadro, una película, una foto o hasta en un objeto. Muchas de ellas surgían, de manera directa, de las realidades que escudriñabas. Y muchas las transformaste en palabras, que al ser leídas volvían a ser imágenes. Y aunque no eran la realidad, sí eran una representación de la realidad mediante las palabras y la generación de imágenes, como al parecer lo plantea Roland Barthes. Eso quedaba claro, Monsiváis, cuando la hacías de cronista:
“El peregrino, con los brazos en cruz, avanza de rodillas al santuario. El camino es penoso, las rodillas sangran, cada movimiento le parece un lento desfile por el estupor y la pena, los hijos y la esposa se apresuran y le colocan mantas para atenuar el dolor.”
Ambos tipos de imágenes las llevabas, vía la mirada, al disco duro de tu memoria, para que después de un intenso proceso de reflexión, de comprensión y de generación de ideas, volvieran a salir al mundo revestidas de tus palabras dichas o escritas.
“Entre los viejos griegos, la palabra idea significaba imagen” planteó hace poco, en estas páginas de Cuartoscuro, el escritor y lingüista Carlos Montemayor, quien partió de este mundo hace unos meses, poco antes que tú. Y agregaba Montemayor:
“La idea de las cosas eran las imágenes o las siluetas de los astros, de los seres, de las verdades celestes y humanas. Toda verdad tenía imagen. Entender, comprender, pensar, era tener la visión de esas imágenes. En otras palabras, pensar era ver las ideas o contornos de las cosas. El pensamiento era posible a partir de la imagen de cada cosa.”
En términos de imagen, estimado Monsiváis, la vida es muchas cosas: una película, un fotograma —que sin embargo se mueve—, una obra plástica, una escena cotidiana real, una estrella de cine, un político, una marcha, un espectáculo nocturno —y el público mismo de ese espectáculo—, un periódico revisado en la mañana, un programa de televisión, las imágenes logradas por una voz desde la radio, lo que nos revela la memoria propia y la ajena, los sueños de uno mismo y de otros, las esperanzas, los pesimismos documentados e indocumentados. Todo, desde siempre o al menos en un momento dado, es imagen, así sea la elaboración matemática, metafísica o teórica más “abstracta”. En esos mismos términos, tú lograste en tu tiempo reglamentario asir ese concepto que para muchos es abstracto: la vida, la imagen.

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