CONTRATIEMPO

En 1941, a los cincuenta y nueve años, Virginia Woolf se ahogó voluntariamente en el río Ousse. Este hecho podría interpretarse, de modo superficial, como un accidente o un quiebre de la voluntad, pero al ser, precisamente, un acto emanado de ella, la interpretación se diluye en su misma superficie, porosa y resbaladiza, sobre todo porque la obra de Woolf presenta anticipaciones de esta naturaleza desde una óptica prácticamente racional; además, en la carta póstuma dirigida a Leonard, su marido, explica los motivos para elegir tan dramática salida: la necesidad de ruptura con su propia memoria, esa escencia que se convirtió en epílogo extraordinario de una autobiografía conceptual, nómada, dispersa y fracturada.
Woolf se sumergió, como la desdichada Ofelia de la tragedia shakespeariana, en el mundo de los reflejos, en el interior de un espejo que le permitió atisbar la conciencia de su identidad y de su cuerpo. En esa frontera inesperada se da un juego especular mediante el cual es posible construir categorías que habilitan tanto la subordinación como los espacios de identificación asociados con lo íntimo y, al mismo tiempo, conforman un vínculo que cuestiona la propia representación y los medios que la producen, como en una fotografía sin cámara.
La representación cobra sentido recordatorio. Situaciones cotidianas, revelaciones, recuerdos, sensaciones, experiencias, se presentan como fragmentos que constituyen un léxico con el cual reconstruimos, a través de colecciones e incautaciones, un discurso que creemos verdadero, una memoria que no es más que la reapropiación de un momento vivido, de una serie de colapsos que redefinen realidades para prolongar y registrar el desdoblamiento entre uno mismo y el otro, entre el cuerpo y su representación. La identidad, la intimidad y la memoria trazan una narrativa y configuran la mayoría de las veces un mapa que implica un recuerdo más o menos distorsionado y legitimado en la cotidianidad.
Así, objetos, imágenes o palabras se convierten en categorías, en pequeños contenedores translúcidos empleados para atesorar una estructura caótica de utensilios domesticados; aislados del mundo, se reubican dentro de un espacio sin espontaneidad, desplazando el acento de lo perecedero hacia el instante duradero para producir, así, una nota singular en ese compás con que se prolonga el enfrentamiento entre realismo e idealización, lo que irremedieblamente construye una prisión evocativa que evita la triste dilución de la imagen, único método que conocemos contra el olvido.
Lourdes Corzo nos brinda una intencionada confesión construida con los implementos de su feminidad. Los materiales responden a su interés por lo cotidiano, introduciendo la alteridad como parte del mismo proceso de identificación en el que la intimidad se torna en comprensión y el palimpsesto en autobiografía. El espejo ha conformado el sistema y la ficción el diálogo que nos revela lo invisible, ese tiempo débil que enfatiza el estatismo fotográfico y evidencia la naturaleza atemporal de la memoria, la cual intima a través de la búsqueda de aquello que nos hace falta: un desahogo ficcional que nos permita reinventarnos para poder vivir el contratiempo.
Texto de sala de la exposición Contratiempo, misma que estará abierta en la Casa Municipal de Cultura de Zacatecas hasta el 11 de junio.
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