Aquel territorio de coras

Por Carolina Romero

En 1976, Rafael Doniz tuvo un encuentro muy intenso con un mundo místico-­mágico que permanecía oculto en las montañas más altas de la sierra nayarita. Como si se hubiera tras­ladado a un lugar sin tiempo, caminó por los campos de Santa Teresa de Miraflores, mientras lo inundaba una inexplicable sensación de familiari­dad y un creciente vínculo con la cotidianidad de una cultura indígena, de la cual creía recordar re­miniscencias de una vida pasada.

Ya había estado antes en territorio cora, como parte de una encomienda encabezada por la fotó­grafa Mariana Yampolsky para la Secretaría de Educación Pública. Pisó primero el asentamiento de Jesús María, donde radica el supremo gobierno de esa comunidad indígena, y después conoció la Me­sa del Nayar.

Ambos le parecieron lugares hoscos, de una suerte fantasmal, en donde la gente era ruda y poco amable. El ambiente árido y de abandono lo hacía sentir tenso, incómodo y a la expectativa de llegar a la montaña más alta para saber qué le esperaba. Sin embargo, en la Mesa del Nayar tuvo una vivencia que lo acercó mucho a los coras.

Bajo un árbol, Rafael esperaba la avioneta que lo llevaría a Santa Teresa. Recuerda que en el horizon­te aparecieron tres coras de piel sumamente oscura y vestimenta muy blanca. El sudor los había cubier­to y parecía que brillaban bajo la luz del sol. No pudo apartarles la mirada, hasta que vio cómo lle­garon a una pequeña casa en donde dos policías judiciales comenzaron a agredirlos.

—¡Déjenlos!—, protestó, y sintió como si hubiera defendido a sus propios hermanos.

El joven fotógrafo salió de aquel pueblo con un sentimiento de fuego en el pecho, el cual se acrecen­tó cuando llegó a Santa Teresa y las escenas que presenció llenaron sus ojos de gozo.

Lo maravillaron las vestimentas y sus bordados; la perfección y detalle con la que estaban labrados los cuchillos de los hombres; los tradicionales som­breros; los niños que arreaban chivos y borregos negros; la belleza de las mujeres que caminaban por los campos y que parecían moverse como flores vivas.

Entendió por qué aquel sitio se llamaba Santa Teresa de Miraflores.

La primera choza que estaba junto a la pista era la casa de Don José, un hombre de pelo cano y edad avanzada, de manos y pies fuertes, aunque agrieta­ dos por la rudeza del lugar. Don José tenía un hijo, se llamaba Albino.

El guía le presentó a Doniz y Don José lo examinó de pies a cabeza. Después le mandó pedir agua. Para Rafael todas esas acciones parecían no tener tiempo. Tras una larga plática, el fotógrafo sintió cómo crecía su vínculo con aquel anciano: “Ahí pude hacer lo que no había logrado en las otras dos comunidades: tuve que parar mi mente, olvidarme del reloj y entrar en un ambiente meditativo”, co­menta.

Día con día, Rafael se convertía en un testigo con curiosidades de antropólogo. Tenía que cumplir su encomienda, pero también había en él la necesidad de hacer algo más que las fotografías obligatorias. Una vez concluido el proyecto, Santa Teresa de Miraflores lo vio volver al menos unas 20 veces a lo largo de los años.

“Yo no regresé a ninguno de los otros dos lugares, ni a Jesús María ni a la Mesa del Nayar. Para mí, San­ta Teresa era un lugar idílico”, dice.

Muchas veces no hizo fotos. Sólo miraba, porque en sus ojos se quedaron un sinfín de imágenes con las que no llenó el rollo de su cámara, pero sí su alma.

En una ocasión, asistió a un mitote con Albino, un cora de quien se hizo amigo. Era una fiesta por el ciclo de la agricultura. Las personas comenzaron a reunirse en un espacio internado en el bosque. En el centro del lugar instalaron troncos para hacer un tapanco, donde colocaron maíz, frijol, atole, velas y flores.

Poco a poco, la claridad del cielo se difuminó entre la bruma de la noche y en el ambiente resona­ba una música muy particular que incitaba la men­te al trance, recuerda Rafael. Mientras unos hombres encendían una fogata, otros se descalzaban para comenzar a bailar. Todos atendían al fuego y le cantaban, porque así ofrendaban al sol.

—Ellos son los protectores del fuego y el invitado principal está ahí—, le explicó Albino, mientras se­ñalaba la fogata.

—¿Qué significan los cantos?—, cuestionó Rafael.

—Ah, no. Ahí sí no sé. Son los cantos antiguos y son las cosas sagradas.

—¿Por qué se quitan los huaraches para bailar?

—¡Ah! Porque como la fiesta es para el sol, con sus pies están acariciando a la tierra para que no se encele.

“¡Qué maravilla!”, menciona Doniz. Entonces se dio cuenta de que sus esfuerzos por comprender todo eran infructuosos. Entendió que su papel era el de un testigo, que al ver y participar de su vida cotidiana podría descubrir y desentrañar la magia, la sabiduría y el misticismo que envolvían a los coras.

Presenció fiestas y tributos que se ofrendaban a los dioses, supo del camino de pureza que se debía recorrer para recolectar agua de la laguna sagrada y de cómo se presentaba a los niños ante el monte, considerado el gran abuelo. En cada uno de esos ritos, Rafael encontró amor, respeto y valores que no había visto ni aprendido en otra parte.

“¿¡Cómo no me iba a maravillar e identificar con una cultura en la que todo era sagrado!? Soñé con irme a vivir ahí”, dice.

El vínculo estaba sellado. Con el paso de los años, Rafael logró convertirse en un niguara más, que significa amigo… hermano.

En cada oportunidad que tuvo, Rafael vio la ma­nera de devolverles algo como agradecimiento a lo que ellos le habían enseñado. En una ocasión vendió sus fotos para comprar herramienta, volver a Santa Teresa e instalar un taller de carpintería, también consiguió la donación de dos toneladas de maíz cuando la cosecha no les sonrió a los coras.

Su sueño era hacer un libro con las imágenes que había tomado en Santa Teresa, venderlo y destinar el dinero a la construcción de un albergue para niños, con talleres diversos y en donde se rescataran las tradiciones orales, la cultura y las enseñanzas gene­ racionales.

Sin embargo, Casa Paz del Nayar —nombrada así en honor a Octavio Paz—permaneció como una me­ta lejana por muchos años, al igual que el libro de Rafael, quien vio pasar oportunidades que se con­virtieron en intentos fallidos para publicar sus fotos.

En una ocasión logró conversar con autoridades de Nayarit, quienes organizaron una visita a Santa Teresa. Cuando llegaron, Rafael no daba crédito a lo que veía.

El lugar era otro. Habían desarrollado un progra­ma de beneficios con la construcción de 10 casas con fotoceldas, boiler, sala, chimenea, amplias recámaras y la promoción del ecoturismo.

“Ellos [los coras] estaban contentísimos, pero para mí estaba claro: la gente que iba a quedarse [como parte del programa de ecoturismo] iba a bajar droga, porque ahí se siembra amapola. Las casas eran de ellos [de los coras], pero no podían habitar­las, sino que tenían que limpiarlas para que ahí se quedaran otras personas. Estaban destruyendo Santa Teresa”, narra Rafael.

El fotógrafo sabía que su libro no se iba a realizar y tampoco quería la ayuda de un gobierno que es­taba lastimando de tal forma su amada tierra indí­gena.

Decepcionado, se resignó a guardar el proyecto de su vida en un cajón hasta 2014, cuando la Univer­sidad Autónoma Metropolitana publicó el libro Náyari Cora como parte de las celebraciones por su 40 aniversario. Al fin, las fotografías de su encuentro místico­-mágico vieron la luz.

Pasaron seis años desde la última vez que Rafael había estado en Santa Teresa, cuando regresó con sus niguaras a presentarles el libro… El lugar que amó estaba destruido.

“La tierra sagrada se convirtió en basurero. Prác­ticamente quedaba un solo cora que conservaba su vestimenta típica. Las chozas se habían extinguido para darle paso a unas casas de concreto cuadradas. Imperaba la violencia. Los caballos ya no eran el medio de transporte, sino las camionetas pick up, y los jóvenes portaban armas largas…”, lamenta.

Santa Teresa había sido rentada a la mafia de la droga, asegura Rafael, y “los coras estaban involu­crados en el cultivo e, incluso, en el consumo de estu­pefacientes. Verlo fue como una puñalada. La mafia llegó a talar la madera y encontró un tesoro más grande. Como ellos siembran la amapola, tienen una derrama económica. Todos están metidos en eso”.

—¡Aniceto!—, buscó Doniz al hijo de don José, quien salió radiante de la vieja casa de su padre.

—¡Niguara! ¿Todavía aquí?

—Un rato, vine a cumplir mi promesa.

Rafael le entregó el libro y le dijo que llamara a su mujer, cuyo retrato había sido impreso en el ejem­plar, pero ella ya no estaba. Una camioneta pasó por casa de Aniceto y la mataron. “No podía creerlo. Me llené de rabia y no pude evitar regañarlos”, dice.

Los invitó a defender sus raíces y a hacer algo para cambiar lo que estaba pasando. Así, se fue con el corazón roto y un dolor que aún lo acompaña. ¿Fotografiar aquello? No podría.

Las fotos que realizó Doniz en sus primeras visitas a los coras plasmaron un estilo de vida que Guiller­mo Bonfil Batalla llamaría del “México profundo”. Con cada viaje y cada día, Rafael vivió la intensidad de un pueblo aislado con costumbres de una inmen­sa sabiduría que le despertaron un profundo nacio­nalismo y amor por los pueblos indígenas.

“Carlos Castañeda dice en sus libros que si una persona toma el camino del conocimiento y es im­pecable, en el momento de la muerte podrá trans­portarse al lugar que quiera para realizar su última danza sobre la Tierra”, añora Doniz.

Y así volverá él a ese mundo cora que le cambió la vida.

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