A 41 años de la matanza indígena en Golonchán, Chiapas

A veces el diablo se comporta como un caballero
Percy B. Shelley.

Por Víctor Avilés / Fotos de Pedro Valtierra

Sin aliento, entre sendas y veredas, con paso lento por colinas ondulantes, pobladas de árboles y hierba fresca, y cerros que se convertían en picos, ya casi nos vencía el cansancio cuando la cordillera descendió, y en un claro avistamos el ejido Venustiano Carranza, un caserío desolado, marcado por la muerte y el dolor en la sierra madre chiapaneca.

Luego de una búsqueda infructuosa por llegar a Golonchán, que nos llevó también a los pueblos de Chilón y Bachajón, un maya-tzeltal, incapaz de hablar la castilla, nos guió a pie desde Sitalá, en un difícil peregrinar por la sierra, al fotógrafo Pedro Valtierra y a mí, del periódico unomásuno, hasta llegar casi al atardecer a unas casas maltrechas en el campo, alejadas, casi perdidas entre las montañas, donde sobrevivían los indígenas que lograron huir de la matanza de Golonchán la tarde del 5 de junio de 1980, y que en su desamparo, aún vivían temerosos de que llegaran a rematarlos.

Casi se ocultaba el sol cuando los soldados y policías bajaron de los cerros, y primero lanzaron gases lacrimógenos contra los indígenas desarmados, y sus familias, que celebraban una asamblea agraria en Golonchán. Entre la tos, el llanto y las nubes de los gases se desató una balacera que dejó una carnicería en la que 12 tzeltales perdieron la vida, y 40 campesinos más fueron heridos, mismos a los que el gobernador chiapaneco, Juan Sabines, les había extendido la mano con la promesa de entregarles tierras.

Días antes, el gobernador había establecido un diálogo con los tzeltales invasores de Golonchán, a través de los jesuitas de la misión de Bachajón, y sorpresivamente, y contra toda lógica, ordenó después la represión con tropas al mando del general Absalón Castellanos Domínguez.

Se han cumplido ya más de 40 años de la que fue la peor represión en los Altos de Chiapas y del país, y curiosamente es un suceso olvidado, casi desaparecido de nuestra historia reciente. La imagen, sin embargo, aún sigue fresca en la memoria de los pobladores de aquellas cinco estancias rurales del ejido de Venustiano Carranza, hasta donde habían llegado a pie y mal heridos, luego de la balacera. Decenas de campesinos huían en un penoso éxodo desde Golonchán, que para entonces era un lugar fantasmal, con las casas convertidas en cenizas, y en la tierra arrasada, todavía había manchas de sangre de los indígenas agredidos.

En el ejido nos condujeron a un tendajón de madera mal iluminado, una especie de granero ocupado por los indígenas malheridos, que veían transcurrir el tiempo en silencio, acostados sobre costales de yute percudidos, mientras algunas tzeltales permanecían somnolientas tendidas en el piso llano. El aire se sentía cargado de un tufo penetrante cuando se abrió la puerta. Un indígena muy joven yacía recostado en un camastro, con un pie extendido y el otro levantado, cubierto por un paliacate viejo. Cuando el tzeltal que nos guiaba le levantó el pañuelo rojo con dorado, para enseñarnos la herida, dejó ver la carne viva al descubierto. Sentimos el hedor que se desprendía del pie completamente gangrenado, entre azul y negro, hinchado y deforme, quizá podrido, casi a reventar, al que probablemente militares o policías le habían disparado con una bala expansiva.

Otras tres indígenas, también muy jóvenes, intentaban descansar, adormecidas, dobladas en el piso en posición fetal, y quizá en su estoicismo buscaban mitigar su dolor por las balas que les dispararon a mansalva en el abdomen los soldados durante la refriega.

En Venustiano Carranza, el abandono era total en el improvisado refugio serrano. Casi no había comida, ni energía eléctrica, ningún tipo de autoridad. Tampoco medicinas, vendas o alcohol, enfermeros, ni doctores. Ninguna presencia del gobierno, ni de la Iglesia católica, ni del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), organización que había alentado a los campesinos a invadir propiedades de terratenientes y después los dejaron a su suerte.

Molesto por el reportaje sobre Venustiano Carranza, el gobernador Sabines habló con el director del periódico unomásuno, Manuel Becerra Acosta, y días después estábamos de vuelta en Chiapas, no con los campesinos, esta vez para acompañar al mandatario en sus giras por la sierra. Durante días, Sabines se mostró tal cual era, sin límites en el ejercicio de su autoridad arbitraria.

Con la mirada perdida en algún lugar del horizonte serrano y el paso vacilante, mecido por un vaivén sin equilibrio, el gobernador chiapaneco se bajó del helicóptero Bell, de los que se popularizaron en Vietnam, y se agachó para recoger el terrón más grande que encontró a su paso, mientras lo deshacía con dramatismo en sus manos, hasta convertirlo en gránulos de tierra y luego en polvo, volteó y gritó: “Mira, en esto se convertirá el agrarismo mexicano si seguimos repartiendo tierra”.

El gobernador Sabines siguió de pie mientras se movía mareado sobre su eje, como si estuviera en la cubierta de un barco en lugar de la sierra, en aquel verano de 1980 después del ataque en Golonchán, en que cientos de miles de hectáreas, en los altos de Chiapas, estaban tomadas por campesinos indígenas que cortaron kilómetros de alambradas para invadir zonas ganaderas, en demanda de la repartición de tierras de terratenientes a los que el gobierno defendió.

Sobre la marcha vino luego la siguiente ocurrencia: Sabines achispado por el recrudecimiento de su alcoholismo a temprana hora, producto de la tensión, avanzó por aquel poblado de Sitalá, y lo primero que observó, entre el pequeño grupo que le daba la bienvenida, y que por primera vez veían a un helicóptero, fue a una tímida adolescente de tez morena, de pie junto a su madre. Sabines tomó por la muñeca a la joven, que lo veía con ojos temerosos, y gritó: “A ésta me la llevo a Tuxtla. A ver, súbanla al helicóptero”, lo que provocó risas de los pobladores y preocupación a la madre que de inmediato escondió a su hija.

Meses después de la represión a los indígenas afiliados del PST, llegó el reparto de tierras. Miles y miles de hectáreas compradas por el gobierno chiapaneco a los terratenientes, pero sólo entregadas a campesinos del PRI, afiliados a la Confederación Nacional Campesina (CNC). Era claro que los resabios de la vieja clase latifundista atrasada chiapaneca, basada en la explotación y el acasillamiento de los indígenas, a la que inicialmente el gobierno defendió, era ya un estorbo.

Esa mañana, Sabines llegó temprano al Palacio de Gobierno para iniciar una gira de trabajo por la sierra y fue informado que su invitado, el general Absalón Castellanos Domínguez, jefe de la 31 zona militar en Tuxtla Gutiérrez, llegaría retrasado.

Político del sistema de pura cepa, practicante de las formas y los protocolos, ahora después de la represión, durante sus giras el gobernador Sabines incorporaba a su discurso a Emiliano Zapata, pero en esta ocasión el día comenzó al revés: contra cualquier pronóstico, el general hizo esperar al gobernador una hora y cuarto, tiempo en el que Sabines se dedicó a tomar una bebida alcohólica que un ayudante le hacía llegar en un termo. Cuando por fin el helicóptero se elevó, la borrachera de Sabines era notable, sentado en el helicóptero, y dando bandazos de un lado al otro mientras cabeceaba medio dormido.

¿Cómo un jefe general de división hizo esperar a un gobernador? Además del paisanaje, ambos estaban marcados, compartían la herencia maldita de apenas la pasada primavera en el predio invadido de Golonchán. Sabines hizo el manejo político de la crisis agraria y el general Absalón comandó el operativo militar. Curiosamente, para ninguno de los dos Golonchán fue una losa. Lejos de quedar marcado políticamente, el general Absalón poco después se hizo con la gubernatura de Chiapas. Y en un gesto de respaldo, el presidente José López Portillo acudió a Tuxtla Gutiérrez al cuarto informe de gobierno de Sabines.

Era imposible para Sabines cambiar la historia sobre la violencia desatada en aquel incomunicado y apartado terreno de Sitalá. Sin fotografías o videos de la represión, el gobernador sí se dio permiso para retocar la historia a su antojo, ante la legislatura chiapaneca y el Presidente de la República.

En su discurso, Sabines dijo que en la sierra solo hubo “sucesos dramáticos en Golonchán”, no represión. Tampoco existieron muertos ni heridos por disparos de militares y policías en contra de indígenas. Lo que pasó fue producto de “problemas entre campesinos”. Y de agresor en Golonchán, Sabines pasó a ser víctima: se quejó que su gobierno fuera acusado (no explicó por quién) “de represión y despotismo”. Eso sí, el mandatario señaló a los culpables “que medran con la ignorancia y el dolor de nuestra gente”.

Infames que —dijo— “utilizan estos conflictos entre campesinos para armar una estrategia social redentora”, léase la diócesis de San Cristóbal de las Casas y su obispo, Samuel Ruiz, así como los jesuitas de Bachajón y el padre Mardonio Morales. Todos ellos practicantes de la Teología de la Liberación en los Altos. Para tranquilidad de todos, el gobernador comentó estar satisfecho del asistencialismo con los campesinos porque “pese a todo, nosotros respondemos dándoles tierras, semillas y tractores”.

Algunos campesinos de Golonchán huyeron hasta la sierra Lacandona, donde años más tarde fueron bases del EZLN. Otros se asentaron en los pueblos a la redonda. Nadie los indemnizó por sus pérdidas en vidas humanas y materiales. Los pocos indígenas que recibieron tierras del gobierno tuvieron, previamente, que sacar sus credenciales del PRI.

El asunto nunca llegó a tribunales nacionales y menos a internacionales. No existe ninguna placa o estatua por la tragedia.

En aquellas giras en helicóptero por las montañas de Chiapas, mientras Sabines sentía cada vez más en carne propia la presión por las denuncias de represión en la sierra en los periódicos de la Ciudad de México (la prensa local estaba controlada), así como las manifestaciones en la Plaza de Tuxtla Gutiérrez, su apariencia se fue transformando: era más que limpia, pulcra en extremo, sus manos nerviosas estaban pulidas con manicura; su guayabera, zapatos y pantalón blancos lucían sin arrugas y su cabello ligeramente rizado no lo movía ni el viento.

Sin embargo, con todo y el estilista que llegó de la Ciudad de México a Tuxtla Gutiérrez para atender la imagen del gobernador, el esmero que imprimía a su figura no se traducía ni a su habla, ni a su conducta. Por aquellos años, Sabines era el representante máximo de la clase política chiapaneca, poderosa y también violenta.

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